Para que tu equipo funcione, los entrenamientos productivos son necesarios, pero insuficientes. El secreto está en crear encuentros, vínculos reales entre las personas.
Rendir, planificar, supervisar... Los destructores, los disruptores, los potenciadores... Foco, creatividad, productividad... Atención, escucha, feedback… ¡Qué se yo! Llevaba días absorbido por estos y otros términos de la misma índole. Me habían pedido una sesión exprés sobre el trabajo en equipo. ¿Mis fuentes…? De las mejores, de reconocido prestigio: Harvard, Gallup, CCL y otras más. Sin embargo, en el bullir de mis pensamientos, notaba que, entre todas esas palabrejas ajustadas al tema, me faltaba algo. Sentía que estaba montando un espectáculo muy pragmático, algo que respondía al cómo y al porqué, pero que escondía el qué o el paraqué.
Me explico. Todos queremos ir al grano, tenemos prisa y lo queremos ya. Nos dicen: «No te enrolles y dime el truco», «lo que quiero es saber cómo funciona», «la técnica, enséñame la técnica»… Así lo hago, enseño un amplio repertorio de herramientas y metodologías que van como un tiro, cada una con su nombre y un número (el 3 o el 7 son los que más me gustan): feedback 123, las 7 acciones para tal, o las 3 falacias de pascual…
En esto del trabajo en equipo, la gente lo quiere todo: «Oye, ¿cómo lidiar con personas “difíciles”?», me suelen preguntar. ¡No hay problema! Tengo confeccionado un excel sobre el asunto con tres columnas: (1) cómo actúa la persona, (2) la descripción del comportamiento y (3) qué hacer al respecto. Muy práctico.
En el fondo, estaba insatisfecho: sin renunciar a las consideraciones prácticas, quería conseguir una experiencia de comunicación realmente profunda, relevante. No había otro camino: navegar mar adentro.
Fue entonces cuando recordé una de mis citas preferidas: «La vida del hombre o es encuentro o no es nada», señalaba Martin Buber. Este filósofo hebreo, representante del pensamiento dialógico venía a decir que el hábitat natural del hombre es el encuentro.
«Somos fruto de un encuentro, crecemos en los encuentros, [y] nos hacemos más plenamente personas en los encuentros».*
Nuestra vida es, por tanto, una suma de encuentros sucesivos que van dejando huellas imborrables: el encuentro con nuestra madre nada más nacer, el encuentro con el amigo, con el maestro, el enamoramiento que surge de uno o más encuentros…
De este modo, si compartimos la vida: tiempo, ideas, experiencias, proyectos… Si el otro no es un instrumento para mí, si reconozco su dignidad, si lo respeto… Si de esa relación, entre una o más personas, nace algo valioso… Si nos perfecciona en alguna medida, si también perfecciona nuestro entorno… Sólo entonces hay encuentro, y crecimiento; un crecimiento interpersonal.
Imaginemos una cena, como tantas otras, y dos personas en animada conversación. Y surge el encuentro. Sencillo. Situémonos «en el tórrido verano londinense de 1886, William Gladstone se enfrentaba a Benjamin Disraeli para el cargo de primer ministro del Reino Unido. Era la época victoriana, así que quien ganara dominaría medio mundo. En la semana anterior a las elecciones, dio la casualidad de que los dos invitaron a cenar a la misma joven. Como es natural, la prensa le preguntó cuál era su impresión de los dos rivales. La joven dijo: "Después de cenar con míster Gladstone, pensé que era la persona más inteligente de Inglaterra. Pero después de cenar con míster Disraeli, pensé que yo era la persona más inteligente de Inglaterra"».
Y es que no hace falta poseer dotes extraordinarias de persuasión. La clave está en romper con la indiferencia para estar presente. Poner atención en el otro y procurar una mirada profunda, genuina. Eso es lo extraordinario. Quizás, con el tiempo —decía Maya Angelou—, «las personas olvidarán lo que dijiste y lo que hiciste, pero nunca olvidarán cómo las hiciste sentir».
Pues bien, llegados a este punto, decidí cambiar la orientación de la sesión que estaba preparando. «Si al menos abriera una brecha en los corazones de esa gente…», me dije a mí mismo. Tenía la oportunidad de ofrecer algo más que un entrenamiento productivo. Podía impulsar el crecimiento real de un equipo de trabajo. En mi mano estaba ir más allá de una mera habilidad y avivar uno de esos encuentros.
No sería fácil, pero merecía la pena. Eso sí, tendría que introducir una nueva terminología que destacara sobre todos esos palabros digitales; más cercanos a los autómatas que a las personas de carne y hueso. Necesitaba un léxico nuevo para un modo nuevo de vivir el trabajo en equipo, y lo encontré en lo hondo de mi experiencia. Allí estaban:
Generosidad, respeto, estima, colaboración, disponibilidad, simpatía, veracidad, confianza, agradecimiento, paciencia, asombro, atención, ternura, cordialidad, lealtad, ideal, misión, perdón…
Todos esos valores los he visto encarnados en personas que hacían equipo, que provocaban encuentros. Equipos y personas de lo más normal, con sus egos aparcados, con las almas abiertas. Si les hubiera hablado de rendimiento, de estructura, de disrupción me hubieran echado por la ventana por cursi. Así que cambié de rollo. Dejé lo digital en lo mínimo imprescindible, y elegí el corazón. Ese lo entiende todo.
[1] Sonia González Iglesias, A. Sastre. “Una mirada a la empresa desde la lógica del encuentro” Relectiones. Revista interdisciplinar de Filosofía y Humanidades nº3 noviembre 2016, pp 65-84.
[2] Olivia Fox Cabane. "El mito del carisma". Empresa Activa 2012.